Librería TRES ROSAS AMARILLAS
ESPÍRITU SANTO 12
28004 Madrid
Horario: de lunes a domingo, de 11 a 14, y de 17 a 21 horas
Teléfono… 915 22 81 08
Paralela a Vicente Ferrer y casi esquina con Madera Alta,
en el barrio de Malasaña de Madrid.
Proyecto nacido de la ilusión y la veneración por el cuento, un género al que le sobraban adeptos y le faltaba su propio espacio. Extenso catálogo. Si algo te interesa y no puedes encontrarlo, ponte en contacto con nosotros.
Están especializados en relato
corto, cuento y pop-up.
"Dentro de los lectores que leen narrativa de calidad, el porcentaje de lectores que sólo leen relatos es ínfimo. El cuento no requiere un lector muy especializado, pero sí atento: No es algo que puedas leer en el metro o en el autobús. El cuento se te escapa en el momento en el que te pierdes una frase".
Si empiezas te harás adicto.
Para iniciarse. Todo como antes, de Kjell Askildsen.
Para descubrir. Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón.
Para leer y releer. Tres cuentos, de Truman Capote.
Para leer al menos una vez en la vida. Crónicas marcianas, de Ray Bradbury.
Para regalar. Matar en casa, de Jesús Urceloy.
Además de los libros-cuento, también pueblan la librería
los libros-mágicos
o futuros sólo con mirarlos.
Los teatros para montar
Es un libro de artista estilo acordeón de edición limitada.
Si lo iluminas, mejor.
Una auténtica joya…
y exclusivo de Tres Rosas Amarillas.
Como no sólo de libros vive la imaginación,
aquí te la ponen aprueba con marionetas artesanales, autómatas,
máscaras,
lámparas mágicas
y otras joyitas…
llenas de luz y magia.
Harold entra cada vez que pasa.
Esta vez a llevado a sus amigas Berta y Noha a
conocerla y han salido dando aullidos de placer.
Milagros y Ángeles con unos cuantos libros.
A Tres rosas amarillas le gustan
las mariposas, las rosas amarillas y García Márquez.
A García Márquez le gustan
las rosas y las mariposas amarillas.
Tres rosas amarillas y García Márquez se gustan.
En la casa de sus abuelos Márquez y por el jardín de Aracataca volaban mariposas amarillas, phoebis philea, y en el escritorio de Gabo no podían faltar sus flores amarillas.
Tampoco en su pecho...
Él creía en la suerte y la suerte le cayó con
Cuando muere José Arcadio Buendía y mientras se toman las medidas para el ataúd, García Márquez describe así el momento flores amarillas …
“Vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro”.
Y así el momento mariposas amarillas…
"Fue entonces cuando cayó en la cuenta de las mariposas amarillas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia. Las había visto antes, sobre todo
en el taller de mecánica”.
Cuando Mauricio Babilonia empezó a perseguirla, como un espectro que sólo ella identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo que ver con él. Mauricio Babilonia estaba siempre en el público de los conciertos, en el cine, en la misa mayor, y ella no necesitaba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas”.
García Márquez soñó su entierro y así lo describió en el prólogo de Doce cuentos peregrinos.
...Ha sido una rara experiencia creativa
que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser
escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insaciable y
abrasivo es el vicio de escribir. La primera idea se me ocurrió a
principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño
esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona.
...Soñé que asistía a mi propio entierro, a
pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero
con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo
más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para
estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más
queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la
ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de
ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había
acabado la fiesta. Eres el único que no puede irse, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos”.
Aracataca, 6 de marzo de 1927 - México,
D.F., 17 de abril de 2014
Desde ese día estamos sin el amigo que nos regaló
tantos momentos inolvidables.
Gracias Gabo por tantos momentos de emoción.
Raymond Clevie Carver, Jr.
(25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado realismo sucio.
Tres Rosas Amarillas es el nombre de la librería como homenaje a Carver y Chejov.
Éste es el cuento...
Chejov. La noche del 22 de
marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei
Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario,
un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en
Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en
común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como
temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo,
era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su
compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un
antiguo palacete llamado L'Ermitage (establecimiento en el que los
comensales podían tardar horas -la mitad de la noche incluso- en dar
cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no
faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de
costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba,
cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy
similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial.
Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las
recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres
y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar.
Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente,
sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin
y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener
la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e
hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más
tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser
trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la
tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a
visitarlo días después, Chejov se disculpó por el "escándalo" del
restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado
no era grave. "Reía y bromeaba como de costumbre -escribe Suvorin en
su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil."
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica
los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de
aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de
montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un
coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de
inquietud.
"Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Maria en sus Memorias-.
No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin
de ocultar mis emociones." Sobre ella, entre botellas de champaña,
tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su
restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a
mano -obra de un especialista, era evidente- de los pulmones de Chejov
(era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que
los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia). El contorno de
los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas
de rojo. "Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas", escribe
Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del
hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más
eximio escritor del país (¿el hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar
prohibidas las visitas de toda persona ajena al "núcleo de los
allegados", ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y
médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo
anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo
concepto que tenía del Chejov autor de teatro ("¿Adónde le llevan sus
personajes? -le preguntó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al
trastero, y del trastero al diván"), apreciaba sus narraciones cortas.
Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a
Gorki: "Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como
una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente
maravilloso." Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o
dietario en aquel tiempo): "Estoy contento de amar... a Chejov."
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de
oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco
importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido
hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar,
lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre
la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría
más tarde: "Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como
animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya
esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal
inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no
pudiera entenderla."
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el
solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov
no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que
no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco
sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura,
carecía -según confesó en cierta ocasión- de "una visión del mundo
filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que
tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes
aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan".
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la
tuberculosis, Chejov había observado: "Cuando un campesino es víctima de
la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la
primavera, con el deshielo."" (El propio Chejov moriría en verano,
durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección,
Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer
estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad
del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus
últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía
existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita
poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba
"engordando", y que se sentía mucho mejor desde que estaba en
Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo
situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se
divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en
aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de
sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de
1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso
viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga
Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La
gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era
una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven
que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de
inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como
era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de
tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables
malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901,
en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La
llamaba "mi poney", y a veces "mi perrito" o "mi cachorro". También le
gustaba llamarla "mi pavita" o sencillamente "mi alegría".
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista
en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo
presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su
paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una
palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento,
y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar
milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel,
envió a su redactor jefe el siguiente despacho: "Los días de Chejov
están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado,
tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su
fiebre es alta." El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov
en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para
Badenweiler. "Chejov -escribe- subía a duras penas la pequeña escalera
de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar
el aliento." De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse:
le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el
vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula
espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando
hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con "una casi
irreflexiva indiferencia".
El doctor Schwohrer era uno de los muchos médicos de
Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela
acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias.
Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros
simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy
especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy
famoso. El doctor Schwohrer conocía su nombre: había leído algunas de
sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen
médico, a primeros de junio, el doctor Schwohrer le expresó la
admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el
juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de
avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al
paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte,
Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: "Es
probable que esté completamente curado dentro de una semana." ¿Qué podía
empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero
interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su
estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin
embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de
ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos
que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase
terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría
de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba
más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo
literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar
inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto
el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas
lograba escribir seis o siete líneas diarias. "Empiezo a desanimarme
-escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase
que escribo me parece carente de valor, inútil por completo." Pero
siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último
que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas
anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó
llamar al doctor Schwohrer. Se trataba de una emergencia: Chejov
deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos
jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a
explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún
seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en
busca del doctor Schwohrer . "Aún puedo oír el sonido de la grava bajo
sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio",
escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de
marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los
japoneses. "No debe ponerse hielo en un estómago vacío", dijo cuando su
mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwohrer llegó y abrió su maletín sin quitar la
mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo
estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El
semblante del doctor Schwohrer se mantenía inexpresivo, pues no era un
hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin
embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo
lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se
aferraba a la vida. El doctor Schwohrer preparó una jeringuilla y una
aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su
corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente,
habría surtido efecto alguno). El doctor Schwohrer, sin embargo, hizo
saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto,
pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: "¿Para qué?
Antes de que llegue seré un cadáver."
El doctor Schwohrer se atusó el gran mostacho y se quedó
mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez
cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwohrer supo que
apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra,
sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde
estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía
apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se
pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las
cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las
instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una
botella del mejor champaña que hubiera en la casa. "¿Cuántas copas?",
preguntó el empleado. "¡Tres copas!", gritó el médico en el micrófono.
"Y dése prisa, ¿me oye?" Fue uno de esos excepcionales momentos de
inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es
tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el
pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de
arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había
atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia
era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un
sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la
madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido
estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por
un superior y enviado con una botella de Moét a la habitación 211. "¡Y
date prisa! ¿Me oyes?"
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con
el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de
cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las
tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar
la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido
desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta
hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados
y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se
quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la
ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido
mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a
juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta
abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el
descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor
Schwohrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo
hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego
las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el
corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas
hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de
Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos).
Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de
champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en
torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga,
el doctor Schwohrer . No hicieron chocar las copas. No hubo brindis.
¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo
acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: "Hacía tanto tiempo que no
bebía champaña... " Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos
minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima
de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó
tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de
respirar.
El doctor Schwohrer cogió la mano de Chejov, que descansaba
sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de
oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El
segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas
alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las
tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante.
Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos
años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había
el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras
surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El
doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov. "Ha muerto", dijo. Cerró
el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a
sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El
le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de
valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de
que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el
luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a
su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el
doctor Schwohrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas
horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwohrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por
qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera
público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era
extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su
consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwohrer
movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de
salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza.
"Ha sido un honor", dijo el doctor Schwohrer . Cogió el maletín y salió
de la habitación. Y de la historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó
sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a
Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le
acariciaba la cara. "No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos
-escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de
la muerte."
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los
tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de
mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de
los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la
puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el
médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía
preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy
probable) el propio doctor Schwohrer acompañado del dueño de alguna
funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia
sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas
horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme
impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de
la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona.
No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien
afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar.
Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas
amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y
marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar.
Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y
la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo
calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba
asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y
lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó
la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los
brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el
jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar
detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por
las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco
utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las
sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas
abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano
y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al
suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho
cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba
hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero
seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si
ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho
donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo
la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la
mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través
de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio,
sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama!
No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas
permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia,
miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a
entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la
garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin
levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que
la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin
reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al
desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la
mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes
extranjeros -dijo- podían desayunar en sus habitaciones si ése era su
deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto
probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció
gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego,
volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al
dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del
cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer
le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el
jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las
ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de
pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había
puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si
durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando,
desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos,
ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la
mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente.
Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse
por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres
rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó
un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la
lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué?
¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped
parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo
caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero
necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a
buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor
Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton
Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería que
bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de
pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza,
escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en
suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó
en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me
preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy
diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo.
Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había
presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el
corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle
el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba
dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con
gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la
atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona
ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo
te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la
cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo
demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha
pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al
jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia
para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque
sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse
exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy
importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy
importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen
temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada
llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de
rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma,
casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un
pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía
entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con
impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse
y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara
el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío,
comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía
seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la
puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres
veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria
bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón,
calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas
casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que
formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil.
Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos
con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas
despedirían un olor a formaldehído, pero perfectamente soportable, y al
joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y
no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la
funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido
y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los
miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás
llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias
posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados
secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella
mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas.
Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él
un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero
cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se
alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy
contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las
copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás,
olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está
listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que
seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo
tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que
iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Tomó el corcho, lo
encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.